Hacía demasiado calor como para estar perdiendo el tiempo en tonterías infantiles, así que volvimos a encerrarnos tras los muros; de nuevo la sombra.
Después: ellos sentados pacientemente (como tantas otras veces), me escrutaban con ojos llenos
de perdón y aburrimiento mientras yo inventaba juegos de carácter militar a partir de los ya
olvidados recuerdos de niñez -cuando a mí también me enseñaban el maravilloso arte del no vivir, en salones impregnados de tristeza y de alcanfor- así, aceleraba su inminente proceso de conversión en muertos - vivientes.
La maquinaria una vez más estaba triunfando y yo era uno más haciendo girar la rueda
(patético engranaje corrosivo).
Cuando mis amigos se hubieron marchado, yo me encerré en la habitación que hay al fondo del
pasillo para fustigarme por mi pecado y hacer converger penitencia y fe en una torre de Babel
virtual, transformándome una vez más en un sofisticado miserable propio del siglo XXI.
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