15 feb 2008

EL AJETREADO SABOR DEL CAFÉ

Las mesas de la terraza debían estar colocadas a los cinco minutos de abrir la cafetería, después colocaba los periódicos de la mañana y encendía la cafetera y el lavavajillas, abría un par de cartones de leche y comprobaba las existencias de pan de molde y bollería, si no había suficientes, iba a la caja y cogía el dinero necesario para comprar algún que otro bollo en la tahona que había en la plaza situada subiendo las escaleras, tres o cuatro cruasanes y medio kilo de lacitos que se servirían incondicionalmente con cada café, a dos lacitos por barba, al llegar a la cafetería con todos los preparativos en las bolsas, subía las cortinas y daba las luces, que debían conseguir dar un ambiente moderno y acogedor al local, agarraba la escoba y barría por todos los rincones, los servicios, el almacén, la zona de las mesas y hasta detrás de la barra, después terminaba fregándolo todo, si además, resultaba ser lunes, debía ocuparme de echar agua mezclada con abundante lejía en la zona de calle próxima a la puerta de entrada al local, pues este permanecía cerrado desde el sábado por la noche hasta ese mismo dia por la mañana y por su localización,- en plena zona de marcha discotequera- poseia unas cualidades optimas para la ocultación: el sitio era cojonudo para vaciar la vejiga sin ser visto por nadie a esas horas de la madrugada, cuando mandan los instintos más primitivos. Yo echaba la mezcla en el asfalto y pasaba un cepillo con cerdas bien gordas extendiendo así el agua, la orina y la lejía con lo que la concentración de desechos se esparcía y desaparecían los olores propios que se originaban fuera del horario de trabajo. Todos los preparativos terminaban pasando la bayeta por las dos barras y colocando el gran cartel donde se informaba a los transeúntes de la oferta en desayunos. Para cuando había acabado de realizar todas estas tareas, -que me llevaban de treinta a cuarenta minutos- encendía un cigarrillo y preparaba mi primer café, entonces me daba cuenta de que no había azúcar o que el café molido era insuficiente y tenia que bajar al almacén en busca de nuevos paquetes que contenían las carencias de la caprichosa barra exigía aplacar - ella era inflexible en la resolución de sus demandas, jamás se interesaba por el estado de mi pobre cuerpo que para entonces sudaba como un cerdo-. Lo único bueno de eso era que seguro iba a perder mis kilitos, tanto trajinar...

Desayunaba y aún tenía un rato de soledad hasta que llegaban los primeros clientes, casi siempre eran los mismos: un viejo y una pareja de yupis de oficina, el viejo no merecía mi atención pero, de la pareja he de decir que, una parte de ella, sí, la parte femenina, la tía tenia buen cuerpo, quiero decir buenas curvas y se notaba que ella procuraba mantener una imagen cuidada y sexy, era guapa y lucia un pelo rubio (parecía natural), cortado de manera informal, lo que me agradaba bastante. Ella siempre llegaba antes que él, lo que daba alas a mi imaginación perturbada. Yo hacia mi trabajo sin mostrar ningún tipo de disposición a humanizar el mismo y esto parecía gustarle a la chica que si bien los primeros días parecía no interesarse por mi miserable existencia, a los pocos, se dirigía a mi con mucha diligencia y me mostraba una bonita sonrisa. Yo resolvía las situaciones que me proponía de una forma amable y dándole al asunto aires de dignidad culta. Eso estaba bien. Después, llegaba el tío y rompía el encanto de todo, él se creía mejor que yo y yo lo trataba con educación pero sin mucho respeto y ¿saben que?, ella lo notaba y no parecía importarle, al día siguiente ella se adelantaba otra vez al encuentro -cinco o diez minutos- y compartíamos los primeros minutos de la mañana fumando un cigarrillo: ella sacaba el pitillo y me pedía fuego, yo sacaba el encendedor y me colocaba en la boca otro cigarro, entonces encendía mi mechero y ponía a su merced la llama, observando lujuriosamente como se echaba hacia delante todo su carnoso cuerpo y sus labios se estiraban como esperando un beso cuando en realidad, esto, solo servia para apuntar, el final del cigarro, hacia la lumbre ofrecida y encenderlo; luego yo, hacía lo propio con mi pitillo y disimulaba, la atracción sentida, haciendo que ignoraba su sonrisa pura de mañana y sus gracias traviesas de juego prohibido, todo un gentleman. Más tarde aparecía su dueño y la magia se esfumaba como si fuese un pecado; cada cual a lo suyo.

La mañana iba pasando poco a poco y, hacia las once, todo el mundo se volvía loco y venían al local en masa, volviéndome loco a mi también, hacían sus pedidos por grupos: “dos cortados, uno con leche fría y un café con leche”, “una manzanilla con un hielo en la taza y tres con leche muy caliente”, “una Cocacola Light y un zumo de piña”-sibaritas-, “otro azucarillo, por favor”; pero lo peor eran los jóvenes enamorados, ellos, por hacer algo romántico llevaban a sus chicas a desayunar y entonces me hacían dejar la barra y bajar a la cocina y preparar tostadas y cruasanes tostados también con su plato, su tenedor y su cuchillo que luego debía lavar, y servilletas, y agacharme a por la mantequilla y buscar la mermelada, además, con la oferta del desayuno, el enamorado podía deleitar a la muchacha -dos copitas más al lavavajillas- con un zumo de naranja natural del grupo Pascual,. Un completo desayuno que conseguía enorgullecer al hombre y aburría a la chica que casi nunca terminaba su pitanza y, por supuesto, no tomaba zumos envasados, un autentico desperdicio de tiempo, energía y dinero que a mi me dejaba exhausto y me hacía forzar una sonrisa que no lograba disfrazar del todo mi ánimo en suspense. Así iban pasando los minutos, sin dejar hueco a mis suspiros. Cuando pasaba la marabunta me encontraba otra vez con una cafetería patas arriba y tenia un buen rato de frenético trabajo hasta que las cosas volvían a ponerse en su sitio lo cual me garantizaba otra buena sudada. Después me encontraba otra vez con mi mundo, que había desaparecido de mi vista esa hora y media, y me tomaba una caña o un zumo y si no había ningún cliente rezagado o alguno nuevo -que siempre los había a deshora-, salía a la terraza a fumar otro cigarrillo, en esos momentos los cigarros son una autentica bendición.
Apoyando el cuerpo cansado en el quicio de la puerta de entrada, miraba el ir y venir de oficinistas, policías, estudiantes, camiones de reparto, etc. que llenaban las calles de ruidos de centro de ciudad y pensaba en islas paradisíacas y rebeliones anarquistas que acabasen con los días de oscuridad del proletariado. Tiraba la colilla gastada y daba media vuelta preparado de nuevo para la acción, al encaminarme hacia la barra los pliegues de mi camiseta hacían ondas por la fricción del aire, verdaderamente estaba adelgazando.

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